martes, 4 de mayo de 2010

Desasosiego y tranquilidad

Amanecía en mi mente, claro, despejado, el rocio brillaba resplandeciente sobre la hierba y me vi delante de esa casa de la que se habían hablado tantas cosas extrañas y donde nada era lo que parecía.

Una leyenda de antaño pesaba sobre el edificio, ruidos, sonidos huecos, y voces, voces de gente desesperada. En el interior, cada vez que proyectaba mi mirada sobre la pared ocre del salón, mi imaginación me llevaba a ver manchas salpicadas de sangre en la rectas paredes, pero, con un simple pestañeo, desaparecían antes de que yo pudiera limpiarlas. Las marcas apuntaban siempre a un mismo lugar, un habitáculo pequeño precedido de una pendiente oscura, al que nunca me había atrevido a entrar, el desván.

Recuerdo vagamente que mi añorada madre me dijo, cuando era pequeña y antes de morir, que le prometiera que nunca entraría ahí, que no cruzaría la frontera entre el pasillo y la escalera. Jamás entré.

Habían pasado ya diez años desde su fallecimiento y me veía ahora delante de esa puerta prohibida en mi imaginación.

De repente, todo comenzó a agitarse, las luces se encendían y apagaban como guiños del futuro, los cuadros parecían cobrar vida, y las marcas volvían a apuntar a ese oscuro lugar. Me aferré al pomo de la puerta y sentí en mi interior una sacudida arterial que me hizo despertar de una pesadilla que me perseguía noche tras noche.

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